domingo, 31 de julio de 2016

Qïbino el librero

Se abre la redoma
Al igual que Herman Melville soy un hombre de edad avanzada. El manejo de mis facultades mentales, y por ende laborales, durante los últimos treinta y tres años han llevado a relacionarme más de la cuenta con lo que podría parecer una especie interesante, y un tanto peculiar, de hombres de los que hasta ahora, que yo sepa, nada se ha escrito: me refiero a los libreros, cuyas hazañas y peripecias pueden encontrarse en las meditaciones del libro Madero Librería: el arte de un oficio, de don Enrique Fuentes Castilla, en coautoría con otros libreros, escritores y testimonios de variada procedencia.
He conocido bastantes libreros, incluso en el terreno profesional, y si fuese mi decisión podría contar diversas historias que harían reír a los bien humorados y gruñir a los diabéticos y a los alfabéticos. Con todo y los ladridos, las próximas líneas girarán en torno a la figura de Qëbino, figura cuyo paso como empleado  por esta librería fue fugaz. Figura sin título académico, sin las grandes virtudes, extintas hace tiempo, que caracterizarían al modelo clásico de un ciudadano decente. Éste singular caballero no podría ser nombrado un héroe, no tenía ni bravura, simplemente era un hombre de manías. No tiraba las colillas del cigarro al suelo, las guardaba en los bolsillos de sus pantalones, siempre traía un reloj sin correa en su mano derecha.  Nadie sabía de qué otro trabajo venía. Un sujeto aparentemente sin metas, el intento de librero más raro que he visto. De Qëbino no sé nada más que lo que mis ojos atestiguaron. De él sólo quedan las bromas que algunos ex compañeros laborales hacen en torno a su nombre: “El Qëbino y se fue”, comentan entre risas. Sin embargo, es posible insertarnos más en la historia de este extraño sujeto, interesante sólo por su capacidad de dirigirse hacia el fracaso. Práctica a primera vista salvaje, sin sentido, autocomplaciente si queremos verla de esa forma, pero que en el fondo evidencia un nuevo modo de operar entre las personas cuyas opciones de vida no le han sido arrebatadas, espíritus llenos de soltería para hacer lo que les plazca. Qëbino parecía ser consciente de su fracaso como librero, caminaba con él, no lo alejaba. Hacía resoluciones que fracasaban porque era práctico en un sentido primitivo.  Pero antes de continuar con la historia de este personaje repacemos un poco sobre el oficio del librero.
¿Qué hace un librero? Un librero es responsable de mantener sin obstáculos los pasillos  formados entre góndolas portalibros, para el desplazamiento fácil del cliente.  Distribuir diferentes materiales bibliográficos a sus respectivos estantes. Revisar el tamaño de las pilas con su respectiva base, sugerir títulos, revisar que se lleven a cabo los procesos de traspaso. Un traspaso surge a partir de un intercambio de mensajes vía red. En el mensaje introducimos título del libro y código ISBN. Algún lector se preguntará, ¿qué es un código ISBN? El código ISBN significa por sus siglas en ingles International Standard Book Number. Fue creado en 1966 en el Reino Unido, y   la empresa WHSmith® fue la primera en utilizarla para  Durante Los  debates de si ponerlo en circulación  o no, uno de los debatientes pronunció: “No hay ISBN que pueda ordenar el maravilloso desorden del Ulises”.  Dicho código tiene como finalidad facilitar la localización de cualquier libro alrededor del mundo. En México el costo por código es de ciento treinta y ocho pesos. Actualmente, con la supuesta salida del Reino Unido de la Unión Europea se espera un aumento en la tarifa, sobre todo en el caso de los libros cuyo código se desarrolle en Norteamérica, ya que la tarifa actual corresponde a ciento veinticinco dólares per registro. Es por ello que el libro en papel pueda volver a asumir su papel de objeto sólo pagable para unos cuantos. Las repercusiones de esta medida por parte de Reino Unido  todavía no son visibles; no obstante, el avance de ciertas plataformas electrónicas para acceder a la información posibilita no depender de este código. ¿Qué camino delinea Brexit para el futuro costo de los libros? ¿Estos cambios realmente tienen un impacto en el mercado editorial?
En fin,  a través del programa Geslib desarrollamos una búsqueda del código, revisamos cuántas existencias hay por sucursal, seleccionamos la que tenga más ejemplares y solicitamos el envío del ejemplar.  El traspaso del material bibliográfico no tiene ningún costo, y su efectividad se demuestra en un lapso de tres a cuatro días. Para llevar a cabo esta medida solicitamos previamente los datos del solicitante: título del libro, nombre y un correo electrónico. Cuando el material llega a nuestra sucursal le informamos al cliente que su pedido se encuentra listo para pasar a recogerlo. Es un sistema evolucionado de intercambio informático.   En el siglo XII los mensajeros corrían descalzos hacia una ubicación en concreto. El mensajero media las distancias de un punto a otro con sus pasos.
Un librero también se encarga de acomodar los libros usando el apellido del autor, retractilar una cantidad considerable de material,  limpiar las zonas laterales de las góndolas y revisar que el stock, es decir la parte trasera de los estantes se encuentre, igualmente, acomodada en orden alfabético por apellido. Durante toda la semana, excluyendo  sábado y  domingo, llega material al almacén. La tarea del librero es ir por él y llevarlo a su respectiva zona. Hay material que va a “Letras Universales”, otro que viaja al estante de “Biografías”, otro que va al de “Estética”, y así sucesivamente. Cuando es un título en mucha cantidad quiere decir que de él saldrá una pila, misma que será expuesta ya sea en una cabecera o a la entrada del local, ello indica que se trata de un título de novedad. Un librero, en pocas palabras, es un acomodador compulsivo.
Qëbino podía ordenar muy bien de forma alfabética, pero era muy lento. Lo hacía todo con sus propias medidas de tiempo. Llevarse una hora acomodando una sola pila de libros parecía no inquietarle. Aquello habría causado un poco de enojo en mi persona de haber sido una acción hecha a propósito por Qëbino, pero no era el caso. Su condición era de hombre lento. Se trataba de una costumbre, ciertamente un tanto extraña. Como el hecho de portar un bolígrafo en el bolsillo de la camisa, cuando bien podía utilizar el celular para escribir cualquier recado. En fin, así era Qëbino, un sujeto flaco con una pluma en la bolsa de su camisa y quien cronometraba su trabajo ayudándose de un CASIO sin correa y maltratado.
Como explicaba al principio, este hombre raro llegó a inicios de mayo. Durante el tiempo que estuvo con nosotros se le dio a Qëbino la capacitación necesaria, tanto para abordar a los  clientes como para acomodar y localizar grandes cantidades de material en un tiempo determinado. Es preciso señalar que a Qëbino no hay que tenerle compasión ni verlo como un personaje desgraciado. Todo lo contrario. Lo interesante en su forma de llevar a cabo las órdenes tiene cabida en este repertorio de argumentos. Primero, cuando se le mandaba a hacer algo no contestaba con un “preferiría no hacerlo”, sino “claro, enseguida”. Era el ejemplo perfecto del hombre convertido en máquina. Para todo sonreía, una sonrisa falsa pero admisible por estar lejos de la sonrisa paranoide con la cual viajan muchas personas últimamente. En fin, las labores de Qëbino comenzaron a tener cierta repercusión con ciertos aspectos del trabajo en equipo. Las ventas no bajaron, pero localizar material en los libreros puestos al cuidado de Qëbino era difícil. Qëbino discutía constantemente sobre el orden alfabético de la tercera letra del apellido. Si el apellido del autor era Echevarría y después seguía Eco, discutía sobre la posibilidad de cambiar el apellido. Imaginar que era Umberto Eio y no Umberto Eco, para que el primero reposara al lado de la “h” de Echevarría. Discusiones sin sentido que me cansaban.
La primera vez que hablé con Qëbino acerca de su  desempeño laboral, fue un poco extraño.
 ¿Te interesa tu trabajo, Qëbino? le pregunté, de forma  agresiva, pero certera.
Opto por contestar que sí contestó sin verme a los ojos.
 ¿Entonces por qué das la impresión de que tu trabajo no te importa? mando otro dardo cargado.
Opto por contestar que sí me importa volvió a replicar, esta vez concentrado en la letra “p”.
Los hechos dicen más que las palabras terminé sentenciando de forma un poco severa.
Opto por contestar que usted tiene toda la razón contestó de forma alegre, pero no burlona y jamás pondría en duda su juicio.
No respondía otra cosa, y  siempre lo hacía con esa sonrisa estúpida, como diría Madame Chauchat al referirse a Hans Castorp: “con esa sonrisa de niño mimado por la vida”.
En la librería trabajamos tres personas. Están Arturo Carita, Guadalupe Matrona  y quien esto escribe Edgar Floruro. Nos dedicamos al negocio de los libros desde hace siete u ocho años. Para nosotros es muy fácil manejar una librería, es lo que mejor  sabemos hacer. La Matriz se encarga de hablar con los proveedores. Todas las editoriales llevan sus catálogos y Matriz comienza a seleccionar. Una vez hecho el pedido, el material llega en aproximadamente diez días. Si el pedido es de España éste tarda un mes, incluso tres meses en arribar a la Ciudad de México. Yo me encargo de arreglar los pedidos con Celesa.  Empleados como Carita y yo nos encargamos de traer el material del almacén. A mí me toca siempre arreglar el ventanal, exponer libros con diferentes temáticas y lo más importante con un costo alto. También soy el responsable de acomodar la mesa de novedades. En esa mesa pongo sugerencias de otros libreros, y mías.  En los ventanales siempre encontrarán libros que a la gente le gusta poner en la mesa de su sala para que luzca “interesante”, para que los invitados pregunten algo relacionado al libro, y terminar hablando de las infidelidades artísticas, tema tan recurrente y ridículo que no falta en las reuniones sofistifecales, por no escribir sofistifemas o sofisticadas.
Como he mencionado anteriormente, la figura de Qëbino es interesante sólo en pequeños detalles. ¿Quién era en realidad Qëbino? ¿De dónde venía? Son preguntas regulares entre nosotros. Lo único trágico de este desenlace es su carencia de paisaje. Falta crear el interior perfecto, con sus respectivos muebles y descripción de los arcos que se forman en el techo,  o una escena donde Qëbino luche por su vida durante una quimioterapia, algo fuerte y compasivo al mismo tiempo, con un desenlace inesperado, ya saben, aquellas piezas cinematográficas estilo Marc Webb cargadas de un optimismo cuerdo pero vacío. La pregunta:  "¿Cómo se las arreglará el personaje para alimentarse sin un empleo?", resulta inválida en este relato. Esto sólo  terminará con que un día Qëbino no se presentó a trabajar. Hasta la fecha no hemos vuelto a saber nada de él. No sabemos a qué se dedicaba anteriormente, algunos piensan que antes de llegar a la librería su trabajo era en el Departamento de Likes Muertos. ¡Likes muertos! “¿No suena a hombres muertos?”, pero aquellas conclusiones me sonaban a enfermedad literaria. En una situación como ésta había que ser objetivos.
Qëbino pertenece a esa clase de hombres ─para agregar un toque musiliano─ cuyo criterio para tratar con la vida es incierto. En ocasiones afrontan dificultades sin ningún problema, cierran ciclos como es debido en una sociedad acostumbrada al ritmo continuo de los engranajes. No obstante, también poseen otra forma de actuar, la incierta. El clásico hombre enfermo de constancia que un día decide terminar con ciertos lazos de forma imprevista, sin ningún aviso. El irresponsable, más no rebelde. Una clase de hombres del siglo XXI cuyo carácter para confrontarse con sus propios errores llega siempre tarde. Cuando a nuestro personaje le son entregadas las herramientas necesarias para afrontar los problemas cotidianos de la vida, éste no las utiliza, inventa otras y entonces bifurca la dirección. Sólo por gusto, y de frente al fracaso, sin ningún rasgo de heroísmo, más bien de torpeza.
Nosotros, los hombres del trabajo, la fuerza de producción, hemos preferido cargar el material que llega al almacén. Hemos preferido hacerlo.
Se cierra la redoma.


jueves, 10 de marzo de 2016

Cinco poemas de Ben Lerner



EL PÚBLICO TELEVIDENTE EXIGE una imagen de sí mismo. Las pruebas en nuestra contra, restregadas. El calor del margen derecho reduce la condena. Nieve seca, liviana y explosiva. Se recuerda al pianista por su influyente tarareo que acompañaba una versión considerada mala. De la discapacidad emocional radical. De la permutación húmeda y opaca. ¿En qué momento pateaste la escalera? En el capítulo cuatro, donde se insta al lector a mirar hacia abajo desde lo alto. Donde el autor, planteándolo como una pregunta, abre el piso.


EL DETECTIVE clava chinches rojas en el mapa para señalar dónde se encontraron cadáveres. El asesino sabe de esta práctica y empieza a dejar los cadáveres, y por tanto las chinches. El asesino quiere reírse del detective, porque sabe que se verá obligado a contemplar el dibujo a diario en la pared de la comisaría. Sin embargo, la obligación formal de la cara sonriente empieza a limitar cada vez más el ámbito de acción del asesino. El detective sabe, y el asesino sabe que el detective sabe, que el asesino debe completar la curva ascendente de la boca. El detective sale a patrullar la zona de la ciudad en donde deben aparecer cadáveres si el asesino lleva a cabo su proyecto. El plano en que se representan los asesinatos, y el plano en que tienen lugar, se fusionaron en la mente de ambos, detective y asesino. El asesino sueña con clavar una chinche roja en el mapa, no con atravesar con una bala un cuerpo. El detective empieza a imaginarse la ciudad como una representación del mapa. Clava estacas de metal en el suelo para señalar las chinchetas.

SOÑAMOS CON UNA LLUVIA que, en lugar de caer, avance paralela a la tierra. Lámina tras lámina de lluvia. Luego, una lluvia hacia arriba que comienza a unos pocos metros del suelo. Uno puede ponerse debajo de la lluvia y observar. Con la desaparición del espacio público, soñamos con una lluvia desplazada a interiores. Una lluvia en miniatura, restringida a una habitación, una pared, una caja. Después soñamos con la nieve.


LOS ASTRONAUTAS AL VOLVER casi siempre caen en una honda depresión. Los asalta un deseo incontrolable de subir de peso. Al atardecer, se los ve deambulando por el parque con pijamas de seda, ante las burlas de los niños y seguidos por perros. La prolongada ingravidez destruye los huesos, los músculo, y, finalmente, la laringe, por lo cual, cuando vuelven a la Tierra, constatamos que su voz se ha reducido a una especie de silbido quedo, que es a la vez agudo y suave y sólo inteligible para otros astronautas, un silbido que parece, pero no es, a pesar de lo que diga el gobierno, una canción.



SI ESTÁ COLGADO EN LA PARED, es un cuadro. Si se apoya en el piso, es una escultura. Si es muy grande o muy chico, es conceptual. Si forma parte de la pared, si forma parte del piso, es arquitectura. Si hay que pagar entrada, es moderno. Si ya estás dentro y tienes que pagar para salir, es más moderno. Si puedes estar adentro sin pagar, es una trampa. Si se mueve, está pasado de moda. Si tienes que mirar hacia arriba, es religioso. Si tienes que mirar hacia abajo, es realista. Si lo compraron, es de sitio específico. Si, para verlo, tienes que pasar por un detector de metales, es público. 


Del libro Elegías Doppler, traducción de Ezequiel Zaidenwerg.

viernes, 15 de enero de 2016

Cuatro poemas de Gerardo Deniz



Fui yo

Pensaba una vez, una más,
en esa manera célebre de tantas damitas,
alterativamente concediendo y denegando;
sobre todo en el para qué,
será puro ego boosting tan mínimo
o por supuesto algo mucho más complicado
que los novelistas exponen, pero como no los entiendo,
me aburren.
Oí que algo caía en el techo. Subí a ver.
Eran los cojones de Urano.
Los mandé lejos de una patada.
Al otro día me enteré del nacimiento de Afrodita y de
    todo lo demás, que por sabido se calla.


Ignorancia

Cuando se quita usted del labio el epíteto escupiéndolo
      al rostro de la amada,
siente usted que ha cumplido, hasta que le sale otro,
  v. gr. de tabaco,
y el proceso se repite ad nauseam.
Lo malo es esa manigua poblada de grillos y leopones,
     esa insuflación de burbujas en el tuétano
─ en una palabra, todo lo que hormiguea, desazona
    un rato y hace amanecer los lunes
pensando
cómo será que a mis tíos y tías los poetas
les ocurre lo que relatan
y viven para contarlo.



Arca

Se escapan indefectiblemente. Voy,
matamoscas en mano, por las crujías, aniquilando de
    un golpe géneros enteros,
órdenes, clases. Maldefiendo mi vida (barrenan el casco,
pían, himplan, ponen): para mí la culpa.
Ocasiono pérdidas que me echará en cara Filogenia;
así exterminé aquel hemíptero azul con un comino al
      hombro
─ no molestaba, pero era prófugo y ayer yo andaba
bíblico
en demasía. Sobrevive su pareja, condenada al onanismo
o a la bestialidad.
                           Noé, hijo de no recuerdo quién,
qué malo saberlo todo. Qué pésimo ejercer.


Acertijo

Ilustres y poderosos hermanos,
no habrá por estos rumbos nada rupestre.
Fresco sí.
             Según los mandamases de la literatura,
Sófocles y Dante lo recogían en botes viejos de leche
     condensada
─por tener el tamaño y la forma ideales─
y se pasaban las horas examinándolo, trasegándolo,
       revolviéndolo con el meñique.

De vómito se trata.
                             Han adivinado.




Del libro Gatuperio, FCE, 1978.