jueves, 1 de enero de 2015

Cuatro poemas de Paula Abramo



ANGELINA

                       prende un cerillo
                                    no me gusta esta falta esencial del pobre modo
                      préndelo
                              como si uno a sí mismo nunca se imperara
                             como si para imperarse fuera necesaria
                            rutinaria y filosa la escisión
                   préndelo
                  lo prendo y qué hago luego

−Prende la estufa.
−Sí, señora.
Angelina es breve y requemada.
Las marcas de sol. No son de sol.
Sí son.
Son preludios del cáncer. Son herencia.
Sobre la hornilla, el aceite bulle en iras.
Esta cocina casi pasillo, casi tránsito a otro mundo mucho
        menos azul y más orquídeas, de pereza, de flores
             más lentas que la tarde, humedades profundas,
        corruptoras, colibríes, cruás allá en lo alto, a contraluz.
Angelina va friendo camarones.
Guarda uno, come tres;
guarda uno, come tres.
Guarda uno.
                      Come
                                  tres.
Angelina tiene el hambre de su abuela;
más allá;
tiene el hambre de la abuela
de su abuela.
Y en su historial de retirarse y retirarse bajo el crepitar de
              décadas de sol,
sobre el fulgor insano de una tierra
más quebrada
que sus pechos.
No es la lengua, es el Nordeste el que le lame los dedos a
     Angelina:
la seca esparce sal sobre su presa.
Y son tan buenos estos camarones.
Los subterráneos del hambre lloran –sí, pero no siempre−
         caldo de sopa.
Lloran también esta charola
tan abundante y gris de camarones.
Lloran la madrugada tersura de los libros.
Y lloran las rosas –cómo no− las rosas.
Y llorarán siempre hasta que el fuego.

                  
PRESENTACIÓN DEL PANADERO ANARQUISTA
BÓRTOLO SCARMAGNAN

                                                 prende el cerillo
                                                 ya lo enciendo
                                             
Ríspido, el cerillo enciende el horno.
El siglo está acabando; para el alba
faltan unas cinco horas más o menos.
No importa la hora, sólo importa
el gélido rodar del cielo
por los ríos. Hoy es algún lugar del Véneto,
y el horno.
Y sólo importa hoy la bóveda del horno.
La harina se hace pan, el pan es carne-
El pan son estos muslos que despiertan
muy noche adentro, al roce de otras piernas,
para luego salir antes que el día
a iluminar el horno y la madera.
Y en cuanto brota el sol, el pan no basta.
No brillan las constelaciones cernidas sobre el suelo
si todo está astillado de gendarmes
y es necesario huir sobre un vapor.




BATAHLA DA PRAçA DA SÉ, 1934


                prende un cerillo
               pero ¿si el cerillo no enciende
              lo que debe
             no inaugura la pausa nocturna
            de las velas o el atarantado
           bullir en los sartenes?
          ¿qué es lo que debe
          encender un cerillo
         durante el rápido cumplimiento de su estrella
        tan largamente esperado
       desde antes del baño de cristales en la industria
      desde antes
     antes
    del astillamiento?


Puedes decir, por ejemplo,
que es superflua la distinción
entre los diversos tipos de traslación ciceroniana
si se les compara con el hecho
más o menos aparentemente insólito
de que las servilletas de Anna Stefania, ese día
7 de octubre de 1934, bordeadas de austrohungárica labor
exitosamente transplantada al trópico y tejida
en los breves intersticios de ocio que dejaba el oficio
de fosforera, que las servilletas, en fin,
no cubrieron con esmero peras, manzanas apocadas
o hipertróficos higos de cultura nipona, sino
pistolas varias,
de modelos cuyo registro omite
esta historia de vidas más o menos simples, sacadas
(las pistolas) de quién sabe dónde y quiénes.
Podrías decirlo, pero el polvo de Reforma te distrae.
Polvito de oro y liquidámbar, vas pensando, sin notar la
monstruosa
−por muy manida− translación que perpetras,
corriendo el riesgo de que te pase como a Tales,
pero vulgarmente, es decir, sin nada sublime en la cabeza
       y en lugar de pozo
el coche de enfrente, que frena a destiempo.
En cuyo caso, muy merecido lo tendrías.
Bienvenida la hipotética
interrupción de chichones, cristalitos sobre el pavimento
mezclados con el polvo “de oro”
para dejar de andar pensando en chingaderas
que nada tienen que ver con la Patria.
Pero pongamos que tu cuerpo repela, viene un tanto
      horripilado
por lo anteriormente dicho
y arguye, en favor de las servilletas, que en los días que
      corren, digamos,
el azar democritiano, y el choque de átomos y eso, han
      perdido el énfasis de antaño.
Y ahora uno se concentra en otro tipo de causalidades,
aunque derivado de éstas,
pero más pintoresco y sabroso de narrarse.
Y de ahí las servilletas.
Podía decir también tu cuerpo: gracias,
señores del Departamento de Odem Política e Social
por perseguir a mi padre,
meterlo en la celdita ésa con otros veinte,
interrogarlo los martes con las manos atadas al respaldo,
amedrentarlo para siempre con gritos de tortura y bocas
      de AK-47
y gracias al habeas corpus por soltarlo y al A.I.5 por
       perseguirlo
de nuevo:
os debo mi existencia –diría tu cuerpo−,
y algo de razón tendría, aunque
no toda causa debe agradecerse, sobre todo si de ella
     resulta
esta oscura servidora:
polvito de hojarasca entre las ruedas.
Pero honor a quien honor merece:
Anna Stefania
guarda las armas en su bolsa de mercado
y no va a la fábrica de fósforos sino que parte,
muy chiquitita aunque de 22,
al centro de 
São Paulo, donde otras gestas ya pasaron
y otras empiezan a esbozarse,
y reparte las armas
entre trabajadores del sindicato de bancarias,
del sindicato de gráficos del diario,
miembros de la antigua Oposición de Izquierda,
anarquistas recién desayunaos,
y se pone al frente,
y dispara
contra una valla de cinco mil integralistas kalói kai agathoi.
Cantan encarnado júbilo las armas
−véase cómo aquí
dos tipos de traslación conviven en pacífico concierto
aunque sea épico el asunto−.
Y no viene al caso evocar el consabido simbolismo de los
        tonos verdes,
porque verde era la farda
del fascismo armado y verde quedó
el pavimento; de esperanzas nada.
Era puritita victoria antifascista en presente del indicativo
y fardas vacías dispersas por la calle.
Gallinas ya sin vestes huyendo en estampida: triunfo
militar del Frente Unido, aunque una baja:
guárdese memoria
del joven muerto Decio Pinto de Oliveira.
Y de Fulvio, y Rudolf, y Lelia, y Livio, y Anna, y Mario
Pedrosa y otros cientos
que allí estuvieron y lucharon y vencieron
a cinco millares de fascistas.
Y vinieron luego, y lo contaron
sin tanto abuso de las traslaciones.







ESTOY AQUÍ PARA COMBATIR LAS EPIZOOTIAS


                                             o también se prohíben
                                             y entonces los cerillos
                                             entre los dedos de un niño
                                             que achicharra hormigas
                                             mutila
                                             caracoles
                                             estudiando la crispación
                                             la retrotracción de antenas
                                             ojos y mucosas
                                             son pequeñas lecciones de la materia
                                             y de sus crudelísimos
                                             presupuestos



Esa oscuridad del nombre que infla
al ser que imaginas.
Piensa
qué clases de rarezas, qué bichos,
qué monstruos zancudhorrendos
serían las epizootias
que tanto combatía tu abuelo
bajo ese nombre híbrido
Marcelo di Abiamo de Nancy,
ni francés ni brasileño ni italiano,
disfrazado de extranjero, disfrazado de agrónomo
en Bolivia,
en la década del treinta.
Y eran batidas inmensas
eso de las epizootias orientales,
viajes de meses por montes y lagunas,
penetrando un país de sal y plata
para salvar al ganado,
entre insectos,
y cuántos:
escarabajos
coprófagos, como cómicos
Sísifos hediondos,
solífugos más sueltos
que la idea de la fealdad,
chicharras escandalizando metálicas
el campo antes del verde.

El viaje medido por artrópodos horrendos:
nubes de moscas negras,
ciclos marcados por mariposas
nocturnas, mariposas
blancas, guerras
de hormigas,
marabunta de insectos migrando,
poniendo a salvo sus larvas mustias,
y lluvias
de hormigas reinas,
avispas carnívoras, arañas
amputadas con gusanos dentro, moscas
panteoneras y otras esmeraldas:
esperanzas traslúcidas,
eclipsándose en amplias nervaduras dulces,
luciérnagas
marcando
las noches de llovizna
y sus olores.

Y allá en la casa, Anna Stefania,
revestida de paciencias y madejas,
estudia y teje en espera del marido.

¿Cómo
rodaría el tiempo viscoso
de la década del treinta?
Todo rodeado de mirabilia, en un país
de mucha mina
donde no había comida, y sin embargo
era posible, sin alardes,
mear argentinamente,
en una rotunda
bacinica de plata
martillada,
escuchando el tintineo de la orina,
que iba pintando de ater
(atra, atrum),
sí, de opacidad de tizne,
su descenso,

y, al mismo tiempo,
el tintineo
de goteras hinchadas por el uso,
que iban a interrumpir,
en la cocina de muy poco pan,
en la salita de exiguo mobiliario y cuarteaderas,
la plática del día,
llena de ecos.

Quedando como registro de la tarde
un mantel de flores que son tachuelas
en un mapa.
Registros de un paseo
por los confines.






Del libro Fiat Lux, Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012.

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