1-. Primera medida precautoria del escritor: observar en cada texto, en cada pasaje, en cada párrafo si el motivo central aparece suficientemente claro. El que quiere expresar algo se halla tan embargado por el motivo que se deja llevar sin reflexionar sobre él. Se está con el pensamiento demasiado cerca de la intención y se olvida decir lo que se quiere decir.
2-. Ninguna corrección es tan pequeña o baladí como para no realizarla. Entre cien cambios, cada uno aisladamente podrá parecer pueril o pedante, pero juntos pueden determinar un nuevo nivel del texto.
3-.
Nunca se ha de ser mezquino con las tachaduras. La extensión es indiferente, y
el temor de que lo escrito no sea bastante, pueril. Por eso nada debe tenerse por
valioso por el hecho de estar ahí escrito sobre el papel.
4-.
Cuando muchas frases parecen variaciones de la misma idea, a menudo simplemente
significan diferentes tentativas de plasmar algo de lo que el autor aún no es
dueño. En cuyo caso debe elegirse la mejor formulación y con ella seguir
trabajando. Una de las técnicas del escritor es saber renunciar incluso a ideas
fecundas cuando la construcción lo requiere, y a cuya fuerza y plenitud
precisamente contribuyen las ideas suprimidas. Igual que en la mesa no se debe
comer hasta el último bocado ni beber la copa hasta el fondo. Sería sospechoso
de pobreza.
5-.
El fárrago no es ningún bosque sagrado. Siempre es un deber eliminar las
dificultades, que sólo surgen de la comodidad de la autocomprensión. No basta
distinguir sin más entre la voluntad de escribir en forma densa y adecuada a la
profundidad del objeto: la insistencia desconfiada siempre es saludable.
6-.
Escepticismo ante la objeción predilecta de que un texto o una expresión son “demasiado
bellos”. El respeto por el tema, y aun por el sufrimiento, con frecuencia no
hace más que racionalizar el rencor contra aquel a quien le resulta
insoportable encontrar en la forma cosificada del lenguaje la huella de lo que
los hombres padecen, la huella de la indignidad.
7-.
El escritor no puede aceptar la
distinción entre expresión bella y expresión exacta. Ni debe creerla en el
receloso crítico ni tolerarla en sí mismo. Si consigue decir lo que piensa, en
ello hay ya belleza.
8-.
Los textos decorosamente elaborados son como las telarañas: consistentes,
concéntricos, transparentes, bien trabados y bien fijados. Capturan todo cuanto
por ahí vuela. Las metáforas que fugitivamente pasan por ellos se convierten en
nutritiva presa. Hacia ellos acuden todos los materiales.
9-.Cuando
el pensamiento ha abierto un compartimiento de la realidad, debe penetrar sin
violencia del sujeto en el contiguo. Su relación con el objeto se confirma en
cuanto otros objetos van cristalizando en torno suyo. Con la luz que enfoca
hacia su objeto particular empiezan a brillar otros más.
10-.
El escritor se organiza en su texto como lo hace en su propia casa. Igual que
con sus papeles, libros, lápices, carpetas, que lleva de un cuarto a otro
produciendo cierto desorden, de ese mismo modo se conduce con sus pensamientos.
Para él vienen a ser muebles donde se acomoda, a gusto o a disgusto. Los acaricia con delicadeza, se sirve de
ellos, los revuelve, los cambia de sitio, los deshace.
11-.
Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia.
Y en él inevitablemente produce, como en su tiempo la familia, desechos y
amontonamientos. Pero ya no dispone de desván y le es sobremanera difícil
desprenderse de la escoria. De modo que al tener que estar quitándosela de
delante corre el riesgo de acabar llenando sus páginas de ella.
12-.
La obligación de resistir a la compasión de sí mismo incluye la exigencia
técnica de hacer frente con extrema alerta al relajamiento de la tensión
intelectual y de eliminar todo cuanto tiende a fijarse como una costra en el
trabajo, todo cuanto discurre en el vacío y todo lo que quizá en un estadio
anterior se desarrollaba, creándola, en la cálida atmósfera de una charla, pero
que ahora queda atrás como algo mustio e insípido. Al final el escritor no
podrá ya ni habitar en sus escritos.
Theodor Adorno, Minima Moralia, ed. Akal, trad. Joaquín Chamorro Mielke.
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