Se abre la redoma
Al igual que Herman Melville soy un hombre de edad avanzada. El
manejo de mis facultades mentales, y por ende laborales, durante los últimos
treinta y tres años han llevado a relacionarme más de la cuenta con lo que
podría parecer una especie interesante, y un tanto peculiar, de hombres de los
que hasta ahora, que yo sepa, nada se ha escrito: me refiero a los libreros,
cuyas hazañas y peripecias pueden encontrarse en las meditaciones del libro Madero Librería: el arte de
un oficio, de don Enrique Fuentes Castilla, en coautoría con otros
libreros, escritores y testimonios de variada procedencia.
He conocido bastantes libreros, incluso
en el terreno profesional, y si fuese mi decisión podría contar diversas
historias que harían reír a los bien humorados y gruñir a los diabéticos y a
los alfabéticos. Con todo y los ladridos, las próximas líneas girarán en torno
a la figura de Qëbino, figura cuyo paso como empleado por esta librería fue fugaz. Figura sin
título académico, sin las grandes virtudes, extintas hace tiempo, que
caracterizarían al modelo clásico de un ciudadano decente. Éste singular
caballero no podría ser nombrado un héroe, no tenía ni bravura, simplemente era
un hombre de manías. No tiraba las colillas del cigarro al suelo, las guardaba
en los bolsillos de sus pantalones, siempre traía un reloj sin correa en su
mano derecha. Nadie sabía de qué otro trabajo venía. Un sujeto
aparentemente sin metas, el intento de librero más raro que he visto. De Qëbino
no sé nada más que lo que mis ojos atestiguaron. De él sólo quedan las bromas
que algunos ex compañeros laborales hacen en torno a su nombre: “El Qëbino y se
fue”, comentan entre risas. Sin embargo, es posible insertarnos más en la
historia de este extraño sujeto, interesante sólo por su capacidad de dirigirse
hacia el fracaso. Práctica a primera vista salvaje, sin sentido,
autocomplaciente si queremos verla de esa forma, pero que en el fondo evidencia
un nuevo modo de operar entre las personas cuyas opciones de vida no le han
sido arrebatadas, espíritus llenos de soltería para hacer lo que les plazca.
Qëbino parecía ser consciente de su fracaso como librero, caminaba con él, no
lo alejaba. Hacía resoluciones que fracasaban porque era práctico en un sentido
primitivo. Pero antes de continuar con la historia de este personaje
repacemos un poco sobre el oficio del librero.
¿Qué hace un librero? Un librero es responsable de mantener sin
obstáculos los pasillos formados entre góndolas portalibros, para el
desplazamiento fácil del cliente. Distribuir diferentes materiales
bibliográficos a sus respectivos estantes. Revisar el tamaño de las pilas con
su respectiva base, sugerir títulos, revisar que se lleven a cabo los procesos
de traspaso. Un traspaso surge a partir de un intercambio de mensajes vía
red. En el mensaje introducimos título del libro y código ISBN. Algún
lector se preguntará, ¿qué es un código ISBN? El código ISBN significa por sus
siglas en ingles International Standard Book Number. Fue creado en 1966 en el
Reino Unido, y la empresa WHSmith® fue la primera en utilizarla para
Durante Los debates de si ponerlo en circulación o no, uno de
los debatientes pronunció: “No hay ISBN que pueda ordenar el maravilloso
desorden del Ulises”. Dicho código tiene como finalidad facilitar la
localización de cualquier libro alrededor del mundo. En México el costo por
código es de ciento treinta y ocho pesos. Actualmente, con la supuesta salida
del Reino Unido de la Unión Europea se espera un aumento en la tarifa, sobre
todo en el caso de los libros cuyo código se desarrolle en Norteamérica, ya que
la tarifa actual corresponde a ciento veinticinco dólares per registro. Es por
ello que el libro en papel pueda volver a asumir su papel de objeto sólo
pagable para unos cuantos. Las repercusiones de esta medida por parte de Reino
Unido todavía no son visibles; no obstante, el avance de ciertas
plataformas electrónicas para acceder a la información posibilita no depender
de este código. ¿Qué camino delinea Brexit para el futuro costo de los libros?
¿Estos cambios realmente tienen un impacto en el mercado editorial?
En fin, a través del programa Geslib desarrollamos
una búsqueda del código, revisamos cuántas existencias hay por sucursal,
seleccionamos la que tenga más ejemplares y solicitamos el envío del ejemplar.
El traspaso del material bibliográfico no tiene ningún costo, y su
efectividad se demuestra en un lapso de tres a cuatro días. Para llevar a cabo
esta medida solicitamos previamente los datos del solicitante: título del
libro, nombre y un correo electrónico. Cuando el material llega a nuestra
sucursal le informamos al cliente que su pedido se encuentra listo para pasar a
recogerlo. Es un sistema evolucionado de intercambio informático.
En el siglo XII los mensajeros corrían descalzos hacia una ubicación en
concreto. El mensajero media las distancias de un punto a otro con sus pasos.
Un librero también se encarga de acomodar los libros usando el
apellido del autor, retractilar una cantidad considerable de material,
limpiar las zonas laterales de las góndolas y revisar que el stock,
es decir la parte trasera de los estantes se encuentre, igualmente, acomodada
en orden alfabético por apellido. Durante toda la semana, excluyendo
sábado y domingo, llega material al almacén. La tarea del librero
es ir por él y llevarlo a su respectiva zona. Hay material que va a “Letras
Universales”, otro que viaja al estante de “Biografías”, otro que va al de
“Estética”, y así sucesivamente. Cuando es un título en mucha cantidad quiere
decir que de él saldrá una pila, misma que será expuesta ya sea en una cabecera
o a la entrada del local, ello indica que se trata de un título de
novedad. Un librero, en pocas palabras, es un acomodador compulsivo.
Qëbino podía ordenar muy bien de forma alfabética, pero era muy
lento. Lo hacía todo con sus propias medidas de tiempo. Llevarse una hora
acomodando una sola pila de libros parecía no inquietarle. Aquello habría
causado un poco de enojo en mi persona de haber sido una acción hecha a
propósito por Qëbino, pero no era el caso. Su condición era de hombre lento. Se
trataba de una costumbre, ciertamente un tanto extraña. Como el hecho de portar
un bolígrafo en el bolsillo de la camisa, cuando bien podía utilizar el celular
para escribir cualquier recado. En fin, así era Qëbino, un sujeto flaco con una
pluma en la bolsa de su camisa y quien cronometraba su trabajo ayudándose de un
CASIO sin correa y maltratado.
Como explicaba al principio, este hombre raro llegó a inicios de
mayo. Durante el tiempo que estuvo con nosotros se le dio a Qëbino la
capacitación necesaria, tanto para abordar a los clientes como para
acomodar y localizar grandes cantidades de material en un tiempo determinado.
Es preciso señalar que a Qëbino no hay que tenerle compasión ni verlo como un
personaje desgraciado. Todo lo contrario. Lo interesante en su forma de llevar
a cabo las órdenes tiene cabida en este repertorio de argumentos. Primero,
cuando se le mandaba a hacer algo no contestaba con un “preferiría no hacerlo”,
sino “claro, enseguida”. Era el ejemplo perfecto del hombre convertido en
máquina. Para todo sonreía, una sonrisa falsa pero admisible por estar lejos de
la sonrisa paranoide con la cual viajan muchas personas últimamente. En fin,
las labores de Qëbino comenzaron a tener cierta repercusión con ciertos
aspectos del trabajo en equipo. Las ventas no bajaron, pero localizar material
en los libreros puestos al cuidado de Qëbino era difícil. Qëbino discutía
constantemente sobre el orden alfabético de la tercera letra del apellido. Si
el apellido del autor era Echevarría y después seguía Eco, discutía sobre la
posibilidad de cambiar el apellido. Imaginar que era Umberto Eio y no Umberto
Eco, para que el primero reposara al lado de la “h” de Echevarría. Discusiones
sin sentido que me cansaban.
La primera vez que hablé con Qëbino acerca de su desempeño
laboral, fue un poco extraño.
─ ¿Te interesa tu trabajo, Qëbino? ─le pregunté,
de forma agresiva, pero certera.
─Opto por contestar que sí ─contestó
sin verme a los ojos.
─ ¿Entonces por qué das la impresión de
que tu trabajo no te importa? ─mando
otro dardo cargado.
─Opto por contestar que sí me importa ─volvió a replicar,
esta vez concentrado en la letra “p”.
─Los hechos dicen más que las palabras ─terminé sentenciando
de forma un poco severa.
─Opto por contestar que usted tiene toda la razón ─contestó de forma
alegre, pero no burlona─ y
jamás pondría en duda su juicio.
No respondía otra cosa, y siempre lo hacía con esa sonrisa
estúpida, como diría Madame Chauchat al referirse a Hans Castorp: “con esa
sonrisa de niño mimado por la vida”.
En la librería trabajamos tres personas. Están Arturo Carita,
Guadalupe Matrona y quien esto escribe Edgar Floruro. Nos dedicamos al
negocio de los libros desde hace siete u ocho años. Para nosotros es muy fácil
manejar una librería, es lo que mejor sabemos hacer. La Matriz se encarga
de hablar con los proveedores. Todas las editoriales llevan sus catálogos y
Matriz comienza a seleccionar. Una vez hecho el pedido, el material llega en
aproximadamente diez días. Si el pedido es de España éste tarda un mes, incluso
tres meses en arribar a la Ciudad de México. Yo me encargo de arreglar los
pedidos con Celesa. Empleados como Carita y yo nos encargamos de traer el
material del almacén. A mí me toca siempre arreglar el ventanal, exponer libros
con diferentes temáticas y lo más importante con un costo alto. También soy el
responsable de acomodar la mesa de novedades. En esa mesa pongo sugerencias de
otros libreros, y mías. En los ventanales siempre encontrarán libros que
a la gente le gusta poner en la mesa de su sala para que luzca “interesante”,
para que los invitados pregunten algo relacionado al libro, y terminar hablando
de las infidelidades artísticas, tema tan recurrente y ridículo que no falta en
las reuniones sofistifecales, por no escribir sofistifemas o sofisticadas.
Como he mencionado anteriormente, la figura de Qëbino es
interesante sólo en pequeños detalles. ¿Quién era en realidad Qëbino? ¿De dónde
venía? Son preguntas regulares entre nosotros. Lo único trágico de este
desenlace es su carencia de paisaje. Falta crear el interior perfecto, con sus
respectivos muebles y descripción de los arcos que se forman en el techo,
o una escena donde Qëbino luche por su vida durante una quimioterapia,
algo fuerte y compasivo al mismo tiempo, con un desenlace inesperado, ya saben,
aquellas piezas cinematográficas estilo Marc Webb cargadas de un optimismo
cuerdo pero vacío. La pregunta: "¿Cómo se las arreglará el personaje
para alimentarse sin un empleo?", resulta inválida en este relato. Esto
sólo terminará con que un día Qëbino no se presentó a trabajar. Hasta la
fecha no hemos vuelto a saber nada de él. No sabemos a qué se dedicaba
anteriormente, algunos piensan que antes de llegar a la librería su trabajo era
en el Departamento de Likes Muertos. ¡Likes muertos! “¿No suena a hombres
muertos?”, pero aquellas conclusiones me sonaban a enfermedad literaria. En una
situación como ésta había que ser objetivos.
Qëbino pertenece a esa clase de hombres ─para agregar un toque
musiliano─ cuyo criterio para tratar con la vida es incierto. En ocasiones
afrontan dificultades sin ningún problema, cierran ciclos como es debido en una
sociedad acostumbrada al ritmo continuo de los engranajes. No obstante, también
poseen otra forma de actuar, la incierta. El clásico hombre enfermo de constancia
que un día decide terminar con ciertos lazos de forma imprevista, sin ningún
aviso. El irresponsable, más no rebelde. Una clase de hombres del siglo XXI
cuyo carácter para confrontarse con sus propios errores llega siempre tarde.
Cuando a nuestro personaje le son entregadas las herramientas necesarias para
afrontar los problemas cotidianos de la vida, éste no las utiliza, inventa
otras y entonces bifurca la dirección. Sólo por gusto, y de frente al fracaso,
sin ningún rasgo de heroísmo, más bien de torpeza.
Nosotros, los hombres del trabajo, la fuerza de producción,
hemos preferido cargar el material que llega al almacén. Hemos preferido
hacerlo.
Se cierra la redoma.
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